“No leas mis cartas a nadie, pues carta leída, intimidad perdida”, escribía Federico García Lorca en una de las múltiples misivas que envió a lo largo de su vida a familiares, conocidos, amigos y amantes. Y pese a todo, ayer más de trescientas personas escuchaban atentas en el Teatro Juan Bravo de la Diputación lo que muchas de aquellas cartas contaban, gracias a la maravillosa interpretación de la actriz segoviana Gema Matarranz y al no menos fabuloso Alejandro Vera en la obra ‘Lorca, la correspondencia personal’. Que les indulte Federico, allá donde quiera que esté, porque difícilmente verá correspondida su sinceridad al expresarse sobre el papel, con tanta verdad como la de los actores de Histrión Teatro sobre el escenario.
Ambos consiguieron desde el primer momento, desde su salida vertiginosa entre el patio de butacas, atrapar la respiración del público. Rápidos, intensos, ágiles en sus movimientos y en sus palabras, verticales en los versos, consiguiendo que ya en los primeros instantes de la función el público se preguntase cómo es posible retener tanta pasión como la que guardan los textos de Federico García Lorca y transmitirla con tanta humanidad y tanta poesía como lo hicieron Alejandro Vera y Gema Matarranz. Mérito aparte también para Juan Carlos Rubio, dramaturgo y director de un puzle en el que no hay sentimiento que no encaje; del entusiasmo a la culpa.
No es sencillo tomarle la voz a la palabra de García Lorca ni es fácil tampoco dotarla de tempo y de gestualidad, de emoción y de silencio. Y sin embargo, en ‘Lorca, la correspondencia personal’ ambos intérpretes no sólo lo consiguen con sus poemas, también lo hacen con sus cartas, con sus reflexiones antes de morir fusilado e incluso con sus respuestas a las entrevistas. Si Gema adquiría la personalidad del poeta granadino en un momento dado, Alejandro se convertía en el histrionismo de Dalí al instante; si Alejandro recitaba una de las muchas poesías de Lorca, Gema respondía declamando desde el saludo hasta la despedida una de las numerosas cartas que el escritor envió a sus padres.
Desde Madrid, desde Nueva York o desde cualquier espera, ambos intérpretes conseguían convertir cada palabra en ritmo, en desgracia, en bocanada o en esperanza, esperando, con ello, conmover a un público que no sólo quedó impactado por la fuerza o la fragilidad de las palabras en los labios de Gema Matarranz y Alejandro Vera, sino también por la delicadeza escénica; esa misma que convirtió en apenas dos minutos un espacio lorquiano en una cárcel de la memoria. Una pared con trampa; llena de archivadores por donde se escapaban los recuerdos en forma de manzanas o de olas, y al que de pronto acompañaba un único foco o la ráfaga de una linterna. Todo dependiendo del momento, de la luz o la oscuridad que aquellos instantes hubiesen reflejado en la vida del poeta. Igual que el vestuario; pasando de la sombra a la luminosidad.
Al terminar, parte del público se puso en pie para corresponder la ciclogénesis de sentimientos que había provocado en ellos la pieza y, en especial, la actuación de Gema Matarranz. Poesía tiene que ser interpretar las palabras de Lorca en el teatro más importante de tu ciudad. Poesía tiene que ser que ese mismo teatro se llene prácticamente para verte. Poesía tiene que ser que la fuerza de unas palmas retorne la fuerza del texto. Abran las puertas del Teatro, abran las puertas del Teatro, que la ovación ya llena hasta el último hueco.





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