En 'Cómico', Rafael Álvarez, alterna momentos de monólogo sobre cualquier cuestión del pasado o del presente, con instantes en los que recita con profundidad a Quevedo, Santa Teresa de Jesús o Darío Fo.
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Está mejor. Lo dice y lo repite... y hay que creerlo; porque cada vez que Rafael Álvarez 'El Brujo' -Rafaelito en su casa cuando era pequeño- viene a Segovia, aunque no tenga muy claro si le contrata el Ayuntamiento o la Diputación, las butacas del Teatro Juan Bravo (de la Diputación) estallan de risa de forma par e impar. Con 'Cómico', el viernes, no iba a ser menos.
Quien ya le ha visto actuar en directo sabe que con él, por guión o por improvisación, las risas tienen certificado. Es otro nivel de risas. No son las risas a las que estamos acostumbrados los que vemos cualquier canal de televisión menos telecinco y tampoco son las risas a las que están acostumbrados aquellos que llevan viendo telecinco y a la Pantoja desde hace quince años. Las risas que El Brujo provoca están a otro nivel. Porque lo cierto es que él, minimalista en el escenario, vanguardista en su puesta en escena, grande entre la nada, posee un humor de otro nivel. Es un cómico de nivel. Y está mejor; si algo quedó claro el viernes, fue eso.
Con la resaca de la reapertura del Teatro aún sentándose entre los asientos del auditorio, la luz general dio paso a la oscuridad, y después a un foco iluminando una vieja silla de madera sobre la que reposaba un libro. Nada más. Entonces apareció El Brujo, sonriente, contando algo sobre San Juan de la Cruz y Úbeda, y los problemas que su fallecimiento allí ocasionaron para traer sus restos aquí. Después, y una vez más sin dar opción al público a intuir qué de todo lo que contaba iba sobre el guión y qué nacía del impulso de sus palabras, empujándose entre cabeza y garganta para salir, comenzó a relatar una serie de historias e historietas que provocaron todos los tipos de risas que uno pueda imaginar; desde la tímida y escondidiza, hasta la escandalosa e incluso exagerada.
Mención aparte merece su manera de recitar, de repente, entre experiencias y experimentos, entre palabras del siglo XVI y palabrería del siglo XXI, en la que cambia la luz que le ilumina sobre el escenario y él modula su voz, para que Santa Teresa, Darío Fo o Quevedo suenen profundos y enmudecedores, incluso cuando hablan sobre el tercer ojo del cuerpo, sus gracias y sus desgracias; por supuesto, el del culo.
El Brujo volvió a dejar la sensación de que cualquier visita suya a Segovia merece la visita al Teatro. El cómico se ríe con inteligencia del pasado y aún con mayor inteligencia del presente, en el que en la tarde-noche del viernes hubo un principal protagonista, Puigdemont. El expresidente de la Generalitat catalana fue diana de comentarios sin ofensa pero cargados de ironía y sarcasmo, y los espectadores del Juan Bravo disfrutaron tanto con aquéllos, como con los que evocaban la infancia de El Brujo y el ininteligible párroco de su pueblo.
Una vez más en Segovia, Rafael Álvarez volvió a revolver las historias, a moldearlas y a desviarse, a perderse y encontrarse por sus palabras, a retorcer la actualidad y desdoblarla hasta volver al pliego inicial; con una flexibilidad pasmosa y una extraña capacidad para, diez minutos después de haber dado pasos hacia izquierda, derecha, delante, otra vez izquierda, otra vez delante y detrás, diez minutos después de perder al público por un viaje de historias sin horizonte, volver con una facilidad o memoria asombrosa al punto de partida. Es un cómico de nivel, está mejor; lo dice, lo repite y lo sabe.






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