Pocos días la Calle Real se convierte en una vía unidireccional en la que todos, mayores, ancianos, niños, niñas, adolescentes, despistados, abuelos, padres o carritos de bebé tienen en sus pasos el mismo destino. Sólo ocurre en noches mágicas. Má-gi-cas. De tres sílabas. O de tres Reyes. Melchor, Gaspar y Baltasar, por lo que la tarde del cinco de enero siempre es una de ellas.
Intentar bajar al Acueducto y no subir hasta la Plaza Mayor es poco recomendable. Pisotones, empujones, prisas y nervios se ceden la posición entre sí y compiten con la ilusión en los ojos de los más pequeños, que sólo desean ver a su Rey. No hacerse un selfie con él, ni hacerle una foto para subirla al Facebook, al Twitter o al Instagram; no. Simplemente estirar su mano hacia la carroza y encontrar una mano que se mueva al mismo compás. Simplemente mirarle, esperar unos ojos de vuelta y sentir que sí. Que le ha reconocido. Que sabe exactamente cuál es el juguete que le tiene que dejar por la noche junto a su diminuto zapato. Los caramelos que caen del cielo, quizás, son una forma meteórica de endulzar la espera.
Unos fuegos artificiales verdes, color de la esperanza que se espera para este 2016, anuncian que los Reyes salen de la Catedral. Ni nieva, ni llueve, y aunque hace frío, Segovia entera, tan maja como maga, con su color naranja siempre iluminando el camino de noche, sale a la calle para recibir a un pez luminoso y volador, unos acróbatas que con intermitencia hacen piruetas, unos pajes con trajes de todos los colores y caras pintadas de azul y verde, y unos zancudos que desde las alturas, se acercan a los niños con cuidado, con intriga, como quien va abriendo el camino de algo más inquietante todavía. Y de repente ahí están ellos. Sus Majestades. O Melchor, Gaspar y Baltasar; porque los niños les llaman a cada uno por su nombre. Les gritan desde el suelo y ellos, sabedores de su posición entre dios y divinidad, procuran acercarse a los más pequeños todo lo que sus pesados trajes y sus altas carrozas se lo permiten.
El momento es efímero pero eterno. Después llegan las preguntas de los mayores. ¿Te ha saludado? ¿Le has visto? ¡Qué barba tenía! ¿Te ha tirado caramelos? ¿Te ha reconocido? ¿Has visto qué carroza de león tan bonita? Es difícil averiguar si hay más emoción en las preguntas o en las respuestas. Y es que éste, como El Principito, pero al revés, es un día de niños hecho para los mayores.
La Calle Real cambia de dirección. Ahora todo el mundo baja mientras la comitiva entera se dirige hacia la Calle San Juan para hacer una entrada majestuosa y mágica en el Azoguejo. El pez volador se cuela entre los arcos y los zancudos casi se hacen pequeños junto al Acueducto. Allí, sin un solo metro cuadrado libre, mientras la presentadora del evento comenta con la resignación de muchos de los presentes que la capitalidad europea de la cultura de este año que empieza se ha perdido a una Segovia tan maga como ésta, cientos de niños agarrados de la mano de alguien con más años y menos fe, esperan poder estar un minuto sobre las piernas de uno de los tres Reyes. Después, llegará el momento de empezar a descontar las horas.







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