Mientras me dan la matraca a todas horas los teledeportes que transmiten en directo y diferido los Juegos Olímpicos de Londres 2012, me acuerdo con reiteración, igualmente obsesiva y minuciosa, de mi viaje a la Hélade polifónica, peninsular y poli-insular, (¡Oh, Magna Grecia!) allá por 1.975, y en especial del momento aquel, cómico más que heroico, humano por encima de todo, en el que coroné de olivo la testa de una turista francesa que se puso a recorrer el estadio de Olimpia, compulsivamente apasionada.
Llegué allí, lugar muy próximo al mar azul de Ulises, y contemplé por los suelos trozos de columnas dóricas, jónicas y corintias, esparcidos por la hierba cortada al ras, de forma fortuita y que no cabía en mi mente imaginar. Todo era sencillo, pero espectacular y maravilloso. El aire se distraía entre las ramas y yo me hallaba absorto contemplando tanta belleza y tanta historia dilapidada.
Entonces se arrancó a mi diestra esa turista francesa casi en paños menores, como si fuera una cariátide de Fidias desvestida, y emprendió musculosamente una carrera frenética por el perímetro deportivo, solo recortado por una cerca de piedras. No había alrededor gradas altivas ni miles de espectadores vociferantes, yo solo para aplaudirla y jalearla. Y así fue.
Cuando volvió a mí, satisfecha, exhausta y sudorosa, ceñí sus sienes con una rama de olivo y me dejé abrazar y acariciar por ella. El tiempo se paró. Pero ha llegado hasta ahora que lo cuento.
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