Famosos fueron los clavos,
los clavos de Cristo Dios
y los clavos de las puertas
que el abuelo nos legó.
Adorables clavos todos
de la civilización
cuando el hierro se hizo masa
maleable en tanto ardió.
Clavos que ataron maderas,
clavos que conservo yo
en mi despacho-escritorio
tumbados al por mayor,
unos firmes y derechos,
otros curvados y al son
de la música que suena
alta en mi ordenador.
Clavos los clavos de Cristo
que por nosotros murió
clavado en la Cruz del Gólgota
tras un Calvario de Amor.
Con ellos me siento fuerte,
con ellos clavado estoy
al amarre del trabajo
como hombre y escritor.
Dadme clavos y más clavos,
que ya me los pongo yo
en la Cruz de mi Calvario
un día sí otro no,
pero todos ajuntados
en su dulce clavazón.
Por falta de clavos que
no me inmole, por favor;
soy inmolado perfecto
y me expando en derredor
con vosotros, mis lectores,
en plena crucifixión
de poemas que os otorgo
sin ninguna dilación.
Seguir leyéndome, pues;
esa es mi satisfacción.
Aun crucificado, vivo,
vivo bien, gracias a Dios.
Clavos, clavos, clavos, clavos…
¡Ay cómo los quiero yo
en mis huesos oxidados
y en mis carnes, oh, oh, oh!,
que me cerquen y atraviesen,
que ya no siento el dolor.
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