El telón del Teatro Juan Bravo de la Diputación tenía poco que esconder; una potente escenografía exhibía, metáfora de lo que iba a ocurrir sobre el escenario, prácticamente todos los frentes abiertos de la oficina de una empresa cualquiera. Una mesa larga de madera a la izquierda y un moderno sofá en el centro descansaban sobre las tablas, esperando ser los principales apoyos visuales de una historia que iba a dejar exprimidos como naranjas a sus cuatro protagonistas.
‘7 años’ es una de esas propuestas que pone a prueba a cualquiera. Te hace preguntarte muchas cosas; cosas sobre la mecánica. Cosas como cómo nos comportamos en la ignorancia, cuánta inocencia atesoran nuestras acciones, cuánto valor tiene nuestra amistad o cuántas sílabas tiene nuestra palabra. Siendo empresario, político o millonario, la competición contra uno mismo parece multiplicarse. Es mayor. Tiene que ser mayor. ¿Qué precio tiene la libertad? ¿Cómo se guarda el rencor? ¿Qué momento es bueno para servir frío ese plato llamado venganza? ¿Qué comportamiento es digno de prisión? ¿Cuánta calma no salta en pedazos cuando todo estalla? Hacerse todas esas preguntas con cierta vergüenza y recelo mientras uno ve ‘7 años’ es difícilmente evitable.
La obra empieza con un recurso simple, pero fantástico, que coloca a cada espectador en un temporizador y le hace entender que los segundos se consumen. Es una melodía corta pero esclarecedora, que sirve para inaugurar la obra, antes de que sus protagonistas entren, teléfono móvil en mano y hablando de la prisa, de los relojes, del tiempo que queda y de ultimátum, de fechas tope, de cuentas, de días clave… Al instante siguiente, el espectador ya sabe que, si de algo no gozan los protagonistas de estos ‘7 años’ es, precisamente, de eso, de años. Ni tampoco de meses. Ni siquiera de semanas o días. Y es prácticamente todo lo que necesita saber, porque el resto ya lo contarán los personajes, en una cascada de confesiones que no deja a ninguno de ellos libre de tormenta… ni tampoco de tormento.
Todo se consume al ritmo de un compás acelerado de espera y es digno de aplauso el modo en que Daniel Veronese consigue mantener vivo y frenético el diálogo, pero también el modo en que consigue, gracias al trabajo de Miguel Rellán, Carmen Ruiz, Eloy Azorín, Juan Carlos Vellido y Daniel Pérez Prada, mantener viva y frenética la escena, haciendo a todo el público cómplice silencioso del delito cometido por los cuatro socios. ¿O es que hubo quien ayer no tuvo ganas de condenar a uno de los cuatro ‘amigos’ a la cárcel para salvar el pellejo de otro? ¿Hubo alguien que no entró a ser juez callado de esa encrucijada de preguntas y respuestas? ¿Hubo alguien que no se preguntó qué parte se quedaría de la naranja?






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