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CRÓNICA DEL ESTRENO NACIONAL DE 'AMATOR', DE JESÚS CARMONA

Invitación al amor al flamenco

Ana Vázquez | 119 Lunes, 09 de Abril de 2018 Tiempo de lectura:

Muchos coinciden en que lo verdaderamente bonito del amor son los principios; el corazón indomable en el encuentro, la iniciación en el descubrimiento, los pasos medidos o el baile lento de las pupilas. Jesús Carmona eligió ayer estrenar ‘AmatØr’ en el Teatro Juan Bravo, un feudo que, sin amar el flamenco, se deja cortejar de vez en cuando como lo hizo hace un par de meses con Sara Baras.

[Img #45999]Son emocionantes esas ocasiones en las que los espectadores segovianos, más fríos en el arte de amar que los del sur, así como en la medida de los compases de conquista palma a palma, se dejan enamorar por un taconeo o un cante jondo. Sin que nada tenga que ver con la primavera, del patio de butacas florecen olé’s y, cuando la seducción llega a sus minutos finales, ya es difícil imaginar que alguien no trate de llevar las palmas, aunque sea con disimulo, tocando con golpecitos débiles su muslo. En la tarde de ayer, además, ayudaron a crear ambiente algunos familiares y amigos de Carmona y compañía, quienes, al igual que la directora artística de ‘AmatØr’, Rafaela Carrasco, se encontraban en el patio de butacas para dejar escapar ánimos y bravos al bailaor y a su póker de ases: Juan José Amador, Jonathan ‘Niño’ Reyes y Jesús Corbacho en el cante, y Juan Requena a la guitarra. Y hablamos de ases porque lo cierto es que, al igual que un olor o una sonrisa pueden ser elementos imprescindibles a la hora de ganar una mano agarrada, los cuatro músicos resultaron innegociables para la seducción de Jesús Carmona.


    
De repente, el Teatro Juan Bravo se convirtió en un tablao flamenco en el que Carmona empeñó pasos, puntillas descalzas, jaleos de brazos o silencios para encontrar el amor del público por el flamenco en el pliegue de una chaqueta o en el frío de unas piernas cruzadas. Invitó a diez espectadores elegidos al azar a acompañarlos sobre el escenario y dio comienzo a un cortejo en el que hasta la arena y las piedras hacían música para que Carmona bailase.

 

“Parecía que volaba” comentaban algunos al salir. Y era verdad que el bailaor, a veces sobre una alfombra de césped, con su suave y delicado movimiento de manos en algunos momentos, parecía reflejar esa sensación de vivir flotando que envuelve a algunos amantes. Otras veces, Carmona parecía invitar a una danza lenta a su sombra, reflejada sobre el suelo y las bambalinas, casi siempre acompañada de la guitarra de Requena y de una ―o de las tres― de las voces gitanas que iban despertando, poco a poco, la pasión sobre las tablas del Juan Bravo, hasta pasar a un estado de zapateos desatados y brazos girando a tal velocidad y con tal precisión, que parecían formar círculos en el escenario. Jesús Carmona, quien en las veces impares preguntaba al público para que fuese éste quien llevase el diálogo musical por un género u otro, hacía gala de sus conocimientos sobre los bailes que mueven el mundo y les ponía acento del sur como quien va revelando, secreto a secreto, sus conocimientos musicales, literarios o incluso científicos.

 

La matemática del amor no fallaba y a los diez invitados sobre el escenario ya no parecía importarles que, en cada danza agitada, el bailaor repartiese agua desde su pelo como un aspersor, que caía sobre los rostros como rocío. En ellos, por el contrario, se perfilaba esa sonrisa del que se sabe atrapado, ligado, conquistado, seducido, fascinado por un arte que sigue sin comprender bien, pero que le desata algún tipo de locura por dentro y le llena de aplausos, de vítores y de ganas de más.

 

 

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